Ministerios Bautistas Callao
"Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios"
23/11/13
El equilibrio justo
Dos cosas te he pedido, no me las niegues antes que muera: Vanidad y mentira aparta de mí, y no me des pobreza ni riquezas, sino susténtame con el pan necesario, no sea que, una vez saciado, te niegue y diga: « ¿Quién es Jehová?», o que, siendo pobre, robe y blasfeme contra el nombre de mi Dios. Pr.30:7–9
No creo haber escuchado alguna vez a alguien en la iglesia orar de esta manera. Tampoco puedo recordar alguna ocasión en que yo mismo haya realizado esta petición. No obstante, la petición del autor de este proverbio revela un penetrante conocimiento de la naturaleza humana que vale la pena considerar.
En la oración reconoce el peligro de los extremos, no solamente en lo que a dinero se refiere, sino a cualquier aspecto de la vida. Para los que andamos en Cristo una serie de realidades espirituales solamente producen bendición en nuestra vida cuando las vivimos en su equilibrio justo. La gracia debe ser equilibrada con el esfuerzo. La fe debe ser combinada con las obras. La verdad debe ser compensada con el espíritu. El trabajo debe ser complementado con el descanso. La fuerza del joven debe compensarse con la sabiduría del anciano. Es decir, cada uno de esos elementos encuentra su máxima expresión cuando es acompañado de un aparente opuesto que lo «completa», para usar un término bíblico.
De seguro que la mayoría de nosotros somos conscientes de la existencia de este delicado equilibrio en la vida. Lo que resulta llamativo en el proverbio que hoy nos ocupa es que ha captado también el peligro que existe en el ámbito económico. Somos conscientes de que la extrema pobreza produce en las personas una desesperación que podría bien llevarlos a cometer el pecado que menciona el texto: salir a robar para darle de comer a la familia. De hecho, esto se ha convertido en uno de los flagelos de la sociedad en Latinoamérica. En las grandes ciudades es cada vez más común la violencia en las calles, donde la población vive en un estado de constante inseguridad. El autor pide a Dios que lo libre de la desesperación que puede llevarlo a este tipo de vida.
Quizás para nosotros sea más difícil reconocer el peligro que trae la abundancia. Vivimos en una época en la cual la búsqueda del bienestar económico, como uno de los objetivos principales en la vida, se ha instalado en nuestra cultura. La iglesia, siempre influenciable por el ámbito en que se encuentra, ha elaborado su propia teología de la prosperidad y muchos, sin titubear, la han abrazado de todo corazón. El proverbio identifica, sin embargo, el verdadero peligro que existe en la abundancia: ¡los que mucho tienen, fácilmente se olvidan de Dios! No tenemos más que mirar la dureza espiritual de los países más prósperos de la tierra para darnos cuenta de cuán acertada es esta observación.
¿Cuál debe ser nuestra postura, entonces? Una vida en la que todo se dé en su justa medida.
Para pensar:
«Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil.4:12–13).
30/8/13
La matemática de Dios
La Vida es como la matemática. Tiene una parte básica y una profunda. No se puede llegar a la profunda si no dominamos lo básico.
Muchas personas viven la vida modificando las cifras de su vida esperando mantener el resultado sin alterar. Eso no es posible.
Dios le dio a Abraham estas gloriosas promesas: Veamos estas promesas como si fuera una sencilla operación se suma:
“Haré de ti una nación grande y te bendeciré; +
haré famoso tu nombre, y serás una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan;
Total: ¡por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra!»
Abraham tenía que vivir de acuerdo a las promesas dadas por Dios. De otra manera el resultado final se desvirtuaría.
Lo mismo encontramos en las promesas de Dios a Josué al entrar en la tierra prometida:
“Sé fuerte y valiente, porque tú harás que este pueblo herede la tierra que les prometí a sus antepasados. Sólo te pido que tengas mucho valor y firmeza para obedecer toda la ley que mi siervo Moisés te mandó. No te apartes de ella para nada; sólo así tendrás éxito dondequiera que vayas. Josué.1:6-7
El Desafío de Dios para nosotros es vivir día a día alineados al propósito de Dios. Si alteramos las cifras de nuestra parte se alterará el resultado final.
12/7/13
Cada uno en un riel
En cierta ocasión unos niños paseaban por el bosque cuando descubrieron una línea de ferrocarril abandonada. Uno de los niños saltó a uno de los rieles y trató de caminar por él. Después de unos cuantos pasos, perdió el equilibrio. Otro trató de hacer lo mismo, y también se cayó. Los demás se rieron.
«Apuesto a que ustedes tampoco pueden», le dijo a los demás uno de los que había hecho el intento. Uno por uno los demás niños lo intentaron pero todos fallaron. Hasta el mejor deportista del grupo no pudo dar más de una docena de pasos antes de caer fuera del riel.
Entonces dos niños comenzaron a hablarse al oído y uno de ellos lanzó el siguiente desafío: «Yo puedo caminar todo lo que quiera por el riel, y él también», les dijo, señalando a su compañerito. «No, tú no puedes», le dijeron los demás.
« ¡Apuesto un dulce a cada uno que sí puedo!», les respondió. Los demás aceptaron.
Entonces los niños subieron cada uno a un riel, extendieron un brazo, se tomaron fuertemente de las manos y empezaron a caminar por toda la vía.
Como individuos no hubieran podido hacerlo, pero trabajando juntos no les fue difícil alcanzar la victoria.
El poder de la colaboración es la multiplicación.
A veces en la vida solos no podemos y entonces es cuando necesitamos la mano del otro. La vida no es para vivirla solos, es para vivirla en compañía y juntos poder avanzar el resto del camino. Muchos pierden de vista este principio y no saben vivir en armonía y equipo en sus familias, trabajos, universidades o en la misma Iglesia. Vamos!! No sigamos solos. Juntos, Tú y yo podremos caminar entre los rieles de la vida.
Me fijé entonces en otro absurdo en esta vida:
Vi a un hombre solitario, sin hijos ni hermanos, y que nunca dejaba de afanarse; ¡jamás le parecían demasiadas sus riquezas! « ¿Para quién trabajo tanto, y me abstengo de las cosas buenas?», se preguntó. ¡También esto es absurdo, y una penosa tarea!
Más valen dos que uno, porque obtienen más fruto de su esfuerzo. Si caen, el uno levanta al otro. ¡Ay del que cae y no tiene quien lo levante!
Si dos se acuestan juntos, entrarán en calor; uno solo ¿cómo va a calentarse?
Uno solo puede ser vencido, pero dos pueden resistir. ¡La cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente!
Eclesiastes.4:7-12
11/7/13
Mientras van
Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Mateo 28.19
La frase «por tanto» nos da una clara indicación de que esta comisión está íntimamente relacionada a la declaración que Cristo acaba de hacer: «toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28.18). Es de vital importancia, para el éxito de esta empresa, que los discípulos caminen y se muevan en esa autoridad.
En la reflexión de hoy quisiera hacer notar que el verbo «id» no está en imperativo en el idioma original; es decir, no es un mandamiento, aunque la mayoría de los cristianos cree que el mandamiento en la Gran Comisión se refiere a salir del lugar de donde uno está para ir a hacer discípulos. De hecho, muchas de las organizaciones misioneras usan este versículo para motivar a algunos dentro de la iglesia a involucrarse con el trabajo transcultural. Y es esta interpretación la que ha llevado a la iglesia a pensar en la formación de discípulos como el resultado de un ministerio programado. Si lo vemos como un ministerio especial, el resultado lógico será creer que solamente algunos poseen este llamado. Los que no hemos respondido nos sentimos seguros en la convicción de que «este» no es nuestro llamado.
Al no usar el modo imperativo en el griego, el verbo podría traducirse más precisamente como: «mientras van». Es decir, el «ir» no es el resultado de una acción planificada ni deliberada de nuestra parte. Más bien es el resultado del camino que nos va marcando la vida. Con los desafíos y las oportunidades de la vida, cada uno se instalará en diferentes ambientes desde donde llevará adelante su actividad cotidiana. Y aunque dediquemos mucho tiempo a su planificación, rara vez está en nuestras manos. Más bien nos adaptamos a las circunstancias que se nos presentan. Es, entonces, dentro del marco de nuestras actividades cotidianas, que debemos obedecer el llamado a hacer discípulos.
Esta exhortación coincide con el estilo de Cristo, para quien el hacer discípulos era consecuencia de su andar diario. Lo vemos paseando entre las multitudes, respondiendo a las situaciones que el Espíritu le presentaba. No planificaba actividades especiales para formar discípulos sino que, dondequiera que iba, aprovechaba las oportunidades para introducir a otros al reino de los cielos.
Desde esta perspectiva, entonces, para obedecer la Gran Comisión no se requiere de programas especiales por parte de la iglesia, sino del compromiso de todos sus miembros a hacer discípulos a través de la vida que desarrollan de lunes a sábado. El carnicero presenta a Cristo a aquellos que son sus clientes. El empresario comparte las buenas nuevas con sus compañeros de la empresa. El taxista está atento a las oportunidades para compartir las buenas nuevas con sus pasajeros. Cada uno ejerce este ministerio en el lugar donde Dios lo ha puesto, y en su andar diario va formando discípulos de Cristo.
Para pensar:
Para aquellos que estamos en el ministerio de capacitar a los santos para la obra, es fundamental que comuniquemos este concepto. Solamente de esta manera lograremos cumplir con los cometidos de la Gran Comisión. Hacer discípulos es responsabilidad de toda la iglesia.
25/3/13
Llamados a bendecir
MARZO 25
De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Juan 3.16
Quiero invitarle a que haga un pequeño ejercicio conmigo. Vamos a tomarnos, por un momento, el atrevimiento de acortar este versículo, de modo que al leerlo diga: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio». Lea dos o tres veces esa frase y sienta como la palabra «dio» comienza a cobrar fuerza.
Si deja que la frase vaya penetrando en su mente y corazón, comenzará a notar que está en contraposición a lo que es nuestra idea del amor. En la definición moderna del amor, el concepto de dar no es muy prominente. Al contrario, pensamos casi exclusivamente en lo que los otros tienen que darnos a nosotros. El término «amor», en sí, es casi un sinónimo de la palabra «sentimiento». Por esta razón, cuando ya no hay sentimientos decimos que ya no existe el amor.
Este concepto rara vez sufre modificaciones en nuestra vida espiritual. De esta manera, moverse en el amor de Dios no significa más que vivir buscando que él nos diga cosas lindas y afirme lo mucho que nos ama. Va acompañado de la posibilidad de presentar delante de él una lista interminable de pedidos que, de ser concedidos, nos beneficiarán casi exclusivamente a nosotros. En resumen, seguimos siendo casi iguales a lo que éramos antes de convertirnos.
La profundidad de nuestro egocentrismo lo vi ilustrado en el testimonio de una señora que contó que unos ladrones habían entrado en la casa de sus vecinos, llevándose todo lo que esta pobre gente tenía. La razón por la cual esta mujer quería dar gracias era «porque a mí no me llevaron nada. ¡Gloria a Dios!» ¿Qué clase de cristianismo es este que, lejos de pensar en la posibilidad de bendecir al que fue tocado por la desgracia, me lleva a regocijarme porque yo salí ileso de la situación?
Lea otra vez nuestra versión adaptada de Juan 3.16: «De tal manera amó Dios al mundo, que dio». ¿Llega usted a distinguir la diferencia en el enfoque? El acento está en el dar. Se nos presenta un cuadro en el cual el amor se traduce en acción por los demás. Esta clase de amor no espera, toma la iniciativa. No demanda, sino que se entrega. No se concentra en el beneficio, sino que se sacrifica. ¡Qué diferencia con lo que nosotros llamamos amor!
¿Cómo hemos de seguir a este Dios, sin contagiarnos de la misma actitud? La verdadera manifestación de una obra profunda del Espíritu en nuestras vidas tiene que producir un deseo incontenible de bendecir a los demás. La vida espiritual nos lleva a sacar los ojos de lo nuestro, para empezar a fijarnos en las personas que necesitan desesperadamente el amor de Dios.
Para pensar:
El gran evangelista Dwight Moody alguna vez dijo: «Un hombre puede ser un buen médico sin amar a sus pacientes; un buen abogado sin amar a sus clientes; un buen geólogo sin amar la ciencia; pero nunca podrá ser un buen cristiano si no tiene amor».
22/3/13
Gracia para recibir
MARZO 22
Cuando llegó a Simón Pedro, este le dijo: Señor, ¿tú me lavarás los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, pero lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Juan.13:6–8
La verdadera humildad es difícil de describir. Tiene que ver con un concepto justo de uno mismo. No consiste solamente en esto, sin embargo, es producto de un mover del Espíritu de Dios, y como tal retiene ciertos rasgos misteriosos. Lo que sí podemos afirmar es que hay aparentes actitudes de humildad que no son más que la manifestación de un orgullo disfrazado.
Quizás por esta razón el gran escritor Robert Murray M´Cheyne exclamó: «Oh, quien me diera el poseer verdadera humildad, no fingida. Tengo razones para ser humilde. Sin embargo no conozco ni la mitad de ellas. Sé que soy orgulloso; sin embargo ¡no conozco ni la mitad de mi orgullo!»
No hay duda que los discípulos se sintieron completamente descolocados por la acción de Cristo al lavar sus pies. Esta era una labor que debería haber realizado el siervo de la casa. ¿Cómo no se les ocurrió a alguno de ellos hacerlo? Seguramente más de uno se sintió avergonzado por su propia falta de sensibilidad.
Solamente Pedro se atrevió a decir algo: «No me lavarás los pies jamás», y creemos oír en sus palabras una genuina actitud de humildad. Miremos con más cuidado, sin embargo. ¿Qué clase de humildad es esta, que le prohíbe al Hijo de Dios hacer lo que se ha propuesto hacer? La falta de discernimiento en las palabras del discípulo son tiernamente corregidas por el Maestro. Al entender lo que le está diciendo, Pedro se va al otro extremo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza».
¿Observó usted lo que acaba de ocurrir? Una vez más, Pedro le está dando instrucciones a Jesús acerca de la forma correcta de hacer las cosas. ¡Esto sí que es orgullo! Sin embargo, a primera vista creíamos estar frente a una persona realmente sumisa y humilde.
Lo sutil de esta situación debe servirnos como advertencia. La humildad es más difícil de practicar de lo que parece. Nuestro propio esfuerzo hacia la humildad es limitado por el constante engaño de nuestro corazón. Aun las actitudes que aparentemente son espirituales pueden tener su buena cuota de orgullo. Por esto, necesitamos que Dios la produzca y manifieste en nuestras vidas.
La escena de hoy nos deja en claro una simple lección: necesitamos desesperadamente que el Señor trabaje en lo más profundo de nuestro ser, para traer a luz todo aquello que le deshonra. Debemos tener certeza que el orgullo será un enemigo al acecho permanente de nuestras vidas. ¡Por cuánta misericordia debemos clamar cada día!
Para pensar:
Medite en la sabiduría de esta observación: «El verdadero camino a la humildad no es achicarte hasta que seas más pequeño que ti mismo; es colocarte, según tu verdadera estatura, al lado de alguien de mayor estatura que la tuya, para que compruebes ¡la verdadera pequeñez de tu grandeza!» Felipe Brooks.
20/3/13
La práctica del servicio
MARZO 20
Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón que lo entregara, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Jn. 13.2–4
Hemos estado observando algunos detalles acerca del contexto de esta escena en la vida de los discípulos, el momento en que Cristo les lavó los pies a los discípulos. En el pasaje de hoy queremos concentrarnos en dos detalles adicionales.
En primer lugar queremos notar el grado de madurez que demuestra el gesto de Cristo. El paso necesario antes de realizar un acto de servicio hacia el prójimo es identificar la necesidad del otro. Cuando éramos niños, era necesario que nuestros mayores no solamente nos indicaran dónde existía una necesidad de servicio, sino que también nos obligaran a realizarla, porque nuestra perspectiva de la vida no incluía conciencia de servicio. Algunas personas nunca pasan más allá de esta etapa y, aun de adultos, no sirven a menos que otros los presionen para hacerlo. Pero los que han avanzado hacia un mayor grado de madurez, responden con gozo frente a la invitación de servir al prójimo, porque han entendido que este es uno de los privilegios que se le ha concedido a los que son de Cristo.
Existe, sin embargo, un tercer nivel de servicio. En este nivel no hace falta que otros nos indiquen las oportunidades para servir, ni tampoco que otros nos inviten a hacerlo. En este nivel vemos la necesidad de servicio antes que el otro diga algo. Cuando transitamos por los lugares donde desarrollamos nuestra vida cotidiana, estamos atentos a las oportunidades que se nos presentan en cada lugar. Cristo vio la necesidad de lavar los pies, e hizo algo al respecto.
Es esta segunda acción que queremos resaltar. Nadie puede servir a su prójimo desde la comodidad de un sillón. Tampoco es posible experimentar el gozo del servicio si uno se mantiene en la teoría de lo que es disponerse a suplir la necesidad del prójimo. El servicio no es tal hasta que se convierte en acciones concretas hacia los demás. Por esta razón, Cristo se levantó de la mesa, se quitó el manto, se ciñó una toalla y, tomando agua, comenzó a lavarles los pies a los discípulos. Esta serie de acciones concretas son las que convirtieron su deseo de servir en realidad.
El servicio es una parte importante de nuestro rol como líderes. Para cultivar este aspecto de nuestra vida, necesitamos pedirle a nuestro Padre celestial que abra nuestros ojos a las oportunidades que existen a nuestro alrededor, y también que nos movilice a hacer algo al respecto.
Para pensar:
¿Qué señales le alertan de que otra persona necesita de su servicio? ¿Cómo puede enseñarle sensibilidad a sus seguidores? ¿Qué actitudes son importantes para dar un buen ejemplo en el servicio?
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